Caperucita feroz

Como cada lunes, Caperucita salió de casa con su cesta llena de una buena ración de confianza, algo de constancia y medio kilo de buenos propósitos que había cultivado durante la semana anterior. Sin miedo a la penumbra en que sumía la espesura de los árboles a aquel bosque antes lleno de vegetación joven, Caperucita se adentró en el camino. Allí la esperaba el lobo, el de siempre, el de cada lunes, disfrazado de lobo nuevo. Cada semana, la embaucaba con palabras fatuas y promesas falsas, que ella confiaba en que fueran las primeras verdaderas para, después, enseñar sus garras. Así sucedió durante muchos meses, demasiados.

(Ilustración: Mey)

Caperucita buscó durante tiempo una reedición del cuento para que éste no fuera siempre el mismo. No la encontró ni en las librerías, ni en los medios de comunicación. En algunas redes sociales encontró borradores, aún sin perfilar, que habían quedado en poco más que  iniciativas con buenas intenciones. Nada. Ningún nuevo argumento ni en la vieja Europa ni en los jóvenes Estados Unidos, ambos atareados en limar sus garras para no asustar a sus caperucitas autóctonas.

Harta de la falta de alternativas y de tejer una nueva cesta cada semana, Caperucita se arrancó la roja capa que tanto parecía atraer a los lobos y salió de casa en dirección contraria a la habitual abandonando los depredadores, el bosque tenebroso y el frío que ya empezaba a calarle los huesos como cada invierno. Caminó sin rumbo hasta llegar a la costa. Allí, embarcó a lo desconocido hasta llegar a una tierra, en la que todavía quedaba mucho por hacer, pero en la que las palabras de cambio sonaban a ciertas. Aquella nueva tierra crecía el 9% anual y había desbancado a su tenebroso bosque del club de los más ricos del mundo. En aquella playa, Caperucita empezó a tejer de nuevo su cesta, que esta vez llenaría de alimentos, libros, lápices, cuadernos…